Ainhoa Arana Cuenca
La docente de UNIR explica cómo las metodologías activas no consisten en aplicar técnicas aisladas, sino en repensar la enseñanza. Se trata de asegurar que el aprendizaje no sea solo atractivo, sino también sólido.

Imagina esta escena: suena el timbre, entra el grupo de estudiantes, el docente empieza a explicar y, a los diez minutos, la clase ya está en otra parte. Unos miran por la ventana, otros susurran, otros simplemente están sin estar. Entonces llega la gran tentación: “Necesitamos más tecnología”, “otra app”, “un escape room”, “un vídeo más divertido”. Y, sin embargo, el problema rara vez es la falta de recursos. El problema es otro: cómo está diseñada la enseñanza.
Ahí es donde las metodologías activas dejan de ser un eslogan y se convierten en una herramienta poderosa. Y ahí, también, aparece la gran verdad incómoda: no basta con conocerlas; hay que saber aplicarlas. Porque lo “activo” no significa solo “hacer cosas”. Aplicar metodologías activas implica algo mucho más exigente: ser capaz de convertir la clase en una experiencia de aprendizaje con sentido, en la que el alumnado participa, piensa, decide y aprende a transferir los conocimientos fuera del aula.
Una idea con más de un siglo de recorrido
La primera sorpresa es que esta corriente no empezó con las pizarras digitales. Muchas de las ideas que hoy llamamos “innovadoras” ya estaban vivas a finales del siglo XIX y principios del XX: Dewey defendiendo el aprender haciendo, Montessori cuidando la autonomía del alumnado, Decroly organizando el currículo desde intereses reales o Freinet llevando la vida al aula. Es decir, innovar muchas veces es volver a lo que funciona, pero con el respaldo de décadas de investigación educativa que han permitido comprender mejor por qué y en qué condiciones esas ideas favorecen el aprendizaje.
Por eso, lo decisivo no es ponerle un nombre a la práctica, sino comprender qué hay debajo: un conjunto de principios que, si se respetan, hacen que el aprendizaje sea más profundo.
Los cinco principios que marcan la diferencia
En el fondo, las metodologías activas se sostienen sobre cinco pilares muy concretos:
- El alumnado en el centro: no como espectador, sino como protagonista que planifica, supervisa y evalúa su propio proceso (metacognición).
- Aprender haciendo: con tareas auténticas, conectadas con contextos reales que aportan significado al conocimiento.
- Colaboración e inclusión: el aula como comunidad en la que todos participan, cooperan y aprenden con otros.
- Pensamiento visible: no solo responder, sino también argumentar, cuestionar, crear y explicitar el razonamiento.
- Evaluación continua y formativa: instrumentos como rúbricas, porfolios y productos que ofrezcan retroalimentación y guíen la autorregulación.
Si estos principios están presentes, el alumnado entiende por qué y para qué aprende.
El gran malentendido: “metodologías” no son “técnicas”
Aquí está el error más común (y el que más frustración genera entre los docentes): creer que aplicar metodologías activas es “usar técnicas” sueltas. Hoy, una dinámica; mañana, un proyecto; pasado, una gamificación. Sin embargo, las metodologías activas no consisten en aplicar técnicas aisladas, sino en repensar la enseñanza. Y repensar implica diseñar y tomar decisiones finas: qué reto merece el tiempo del aula, qué conocimientos previos necesito activar, qué andamios ofrezco, qué evidencias son válidas, cómo acompaño sin invadir, cuándo intervenir y cuándo esperar. En otras palabras, cómo asegurar que el aprendizaje no sea solo atractivo, sino también sólido.
Por eso, el éxito de estas propuestas depende, en gran medida, de una competencia docente específica: la capacidad de diseñar situaciones de aprendizaje significativas y seleccionar con criterio principios, modelos y metodologías.
El espejo del docente: aprender de la propia práctica
Aplicar metodologías activas no solo transforma al alumnado, sino que también nos obliga a mirarnos como profesionales y a aprender de nuestra propia práctica. Cuando el alumnado participa, decide, se equivoca, colabora y reflexiona; el aula se vuelve más visible. Visible también para quien enseña. Aparecen preguntas inevitables: ¿qué ha funcionado de verdad?, ¿dónde se ha perdido el sentido?, ¿qué decisiones han ayudado y cuáles han obstaculizado el aprendizaje?, ¿qué evidencias lo demuestran? Las metodologías activas, bien aplicadas, convierten la enseñanza en un proceso reflexivo. También el docente pasa a ser analista de su propia práctica: observa, recoge evidencias, ajusta, mejora.
Este “espejo” no siempre es cómodo, pero es profundamente enriquecedor, ya que conlleva abandonar recetas cerradas y asumir que enseñar bien implica diseñar, probar, evaluar y rediseñar. Y ahí está una de las razones por las que las metodologías activas, lejos de simplificar la tarea docente, la hacen más profesional, más consciente y más sólida.
Sí, la tecnología ayuda, pero no es imprescindible
Y ahora, el punto que muchos docentes agradecen oír: puedes aplicar en tu aula metodologías activas con tecnología, pero también sin tecnología. La tecnología puede ser un excelente apoyo: ampliar las fuentes, facilitar la creación de productos, mejorar la accesibilidad, hacer visible el proceso y enriquecer la colaboración. Pero no es el corazón. El corazón es pedagógico: qué hace el alumnado con la información, con el problema, con el lenguaje, con el error, con la reflexión.
De hecho, cuando se confunde “innovación” con “TIC”, surge la idea errónea de que “esto exige recursos digitales”. Y entonces ocurre lo peor: muchos docentes quieren transformar su enseñanza, pero creen que no pueden porque no tienen tablets, una plataforma o conexión a internet.
La realidad es mucho más esperanzadora: lo activo también puede diseñarse con papel, debate, laboratorio, patio, objetos, salidas de campo, mapas, prototipos y dramatizaciones. La tecnología aporta posibilidades, pero sin un buen diseño pedagógico no garantiza el aprendizaje.
¿Por qué formarte ahora?
Porque hoy en día las aulas piden dos cosas a la vez: profundidad y sentido. El alumnado necesita aprender a movilizar conocimientos, destrezas y actitudes para resolver problemas complejos en contextos reales (saber, saber hacer y saber ser). Y en esto no funciona la improvisación. Los docentes debemos aprender a pensar como diseñadores del aprendizaje: con mirada crítica, con base teórica, con herramientas prácticas y con la calma de quien sabe por qué lleva a cabo una u otra metodología. En otras palabras: pasar de “quiero innovar” a “sé cómo construir experiencias que funcionan”.
En definitiva, las metodologías activas no son una moda; son una manera de tomar en serio el aprendizaje. La diferencia no está en usarlas, sino en cómo se aplican: ahí es donde una clase pasa de ser entretenida a ser verdaderamente transformadora. Por eso ofrecemos un Máster en Metodologías Activas: para que la próxima vez que entres al aula no te preguntes “¿qué actividad puedo inventar?”, sino “¿qué aprendizaje quiero provocar y cómo lo diseño para que funcione?”.
(*) Ainhoa Arana Cuenca es directora ejecutiva del Máster Universitario en Metodologías Activas de Enseñanza-Aprendizaje de UNIR. Doctora en Biología por la Universidad Autónoma de Madrid y Máster en Formación de Profesorado en Educación Secundaria y Bachillerato (Biología y Geología).
- Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades






