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Cuando la detección precoz y la atención temprana marcan la diferencia frente al TEA

Aunque el Trastorno del Espectro Autista supone un gran reto para la comunidad científica, en los últimos años se han conseguido avances que comienzan a implementarse, como el desarrollo de nuevos protocolos, estrategias y herramientas.

La mayoría de diagnósticos del Trastorno del Espectro Autista se dan entre los 3-5 años.

En la actualidad, el Trastorno del Espectro Autista (TEA) se conceptualiza como una condición del neurodesarrollo, cuya sintomatología principal se organiza entorno a dificultades en la comunicación e interacción social, y también a patrones restrictivos y repetitivos de comportamiento, intereses o actividades (DSM-5). Desde esta perspectiva, el TEA se considera una manera diferente de funcionar y percibir el entorno, reconociendo tanto la variabilidad entre individuos a nivel general, como la variabilidad dentro de los casos de TEA.

La mayoría de diagnósticos se dan entre los 3-5 años, cuando las dificultades en la vida cotidiana en el área social y escolar se hacen más evidentes. Como los síntomas clínicos y la gravedad de los mismos son variados, es difícil su diagnóstico temprano. En casos de mayor gravedad, se pueden detectar señales de alerta ya en el primer año de vida, pero su solapamiento con otras problemáticas hace difícil el diagnóstico diferencial hasta ese momento. Mientras en casos leves, los síntomas pueden no percibirse o enmascararse, apareciendo dificultades conforme avanzan a nivel escolar.

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Estas diferencias en el momento diagnóstico y de comenzar a intervenir pueden marcar una gran disparidad en el pronóstico y evolución del trastorno. Antes se pensaba en el TEA como un trastorno con poco margen de mejora, pero hoy en día sabemos que la clave está en la detección precoz y en la intervención temprana, un conjunto de apoyos que aprovechan la plasticidad cerebral de los primeros años de vida para favorecer el desarrollo y la autonomía, así como mejorar el bienestar y la calidad de vida.

La detección precoz del TEA es todo un reto para la comunidad científica, sin embargo, podemos señalar avances en los últimos años que comienzan a implementarse, como el desarrollo de nuevos protocolos, estrategias y herramientas. Algunos de ellos son:

  • Protocolos de observación del comportamiento temprano. Los estudios muestran que desde los primeros meses de vida ya se pueden identificar diferencias en comunicación, interacción y respuesta social en los bebés.
  • Seguimiento de grupos de riesgo. Por ejemplo, seguimiento de hermanos de niños con TEA.
  • Cuestionarios de cribado. Como el CIRTEA, un instrumento que ayuda a identificar indicadores de riesgo en el primer año de vida por parte de los profesionales sanitarios.
  • Eye tracking (seguimiento ocular). Se han desarrollado dispositivos que analizan hacia dónde miran los bebés, ya que los niños con riesgo de TEA suelen fijarse más en objetos que en ojos o expresiones faciales, lo que sirve como señal de alerta.

Gracias a estas herramientas, cada vez es más habitual que los pediatras o educadores puedan remitir a intervención sin esperar a un diagnóstico definitivo, simplemente con la “sospecha” de diagnóstico, evitando la pérdida de tiempo en una etapa crítica.

Intervenir en la etapa de 0 a 3 años, puede tener un efecto multiplicador. Un niño que recibe apoyos adecuados a los dos años no solo aprende habilidades básicas, sino que desarrolla mejores cimientos para aprendizajes posteriores. Al contrario, si la intervención llega tarde, muchas oportunidades se pierden y los apoyos tienen menos impacto.

En cuanto a los avances en las intervenciones, actualmente se puede decir que no existe un único tratamiento para el TEA, sino un amplio abanico de opciones entre las que elegir dependiendo de la edad y sintomatología del caso. Entre los más efectivos destacan:

  1. Intervenciones conductuales y naturalistas. Buscan enseñar habilidades de manera estructurada pero aprovechando también la motivación natural del niño. Han mostrado mejoras en lenguaje, conducta adaptativa y habilidades sociales. Ejemplos son el modelo ABA y el modelo Denver.
  2. Entrenamiento en atención conjunta. Es una habilidad esencial, previa al lenguaje, que ayuda al niño a coordinar su mirada y atención con la de otra persona en torno a un objeto o actividad.
  1. Sistemas alternativos de comunicación. Permiten iniciar y apoyar la comunicación a través de imágenes, aunque necesitan combinarse con otras ayudas. Un ejemplo sería el PECS.
  2. Intervenciones basadas en la familia. Se trata de formar a los cuidadores principales para estimular a los niños en su vida diaria y potenciar así sus avances.
  3. Musicoterapia y actividad física. Complementan de forma positiva, favoreciendo la comunicación y la regulación emocional, aunque es necesario sumar otras intervenciones.

Este tipo de programas comparten algunas claves, como el fortalecimiento del vínculo afectivo entre el niño y los profesionales que lo atienden, la intensidad (muchas oportunidades de práctica), ofrecer actividades variadas, estructuradas y significativas, adaptación a los intereses y motivaciones del menor, enfoque positivo, e implicación activa de la familia. Además, en este sentido es interesante que todas las opciones con mayor respaldo científico destacan la importancia de la intervención temprana en su puesta en marcha.

Uno de los grandes avances ha sido reconocer que la familia no es un elemento externo, sino el corazón de la intervención. Estudios recientes muestran que los niños que crecen en entornos cálidos, con oportunidades y rutinas, donde se cubren sus necesidades, desarrollan más autonomía y habilidades (cognitivas, lingüísticas y sociales).

Por eso, los programas de atención temprana buscan empoderar a los padres, ayudándoles a comprender mejor las necesidades de sus hijos, aumentar su confianza, crear entornos estimulantes y seguros en el hogar, e incorporar el aprendizaje en actividades cotidianas. Los beneficios principales son la generalización de los aprendizajes, el fortalecimiento de vínculos emocionales, y más horas de intervención sin sobrecargar los servicios especializados.

En conclusión, el TEA plantea desafíos complejos, pero podemos decir que gracias a la ciencia el pronóstico de los niños con TEA mejora significativamente cuando se apuesta por la detección e intervención temprana, tratamientos empíricamente validados, y la participación activa de la familia. Así, la atención temprana se convierte en la clave y en la diferencia, abriendo caminos con más oportunidades y una mayor autonomía, ofreciendo respuestas individualizadas a las necesidades de cada niño para que alcance su máximo potencial.

(*) Ana Ordóñez López es docente e investigadora del Instituto de Transferencia e Investigación (ITEI) del Vicerrectorado de Transferencia de UNIR.

  • Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades

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