Santiago Prado Conde
España vive una transformación demográfica sin precedentes. El envejecimiento poblacional plantea desafíos, pero también revela el valor y la riqueza que nuestros mayores aportan a la sociedad actual.

En las últimas cuatro décadas, España ha experimentado profundas transformaciones que han dado lugar a una sociedad marcadamente envejecida. En poco tiempo hemos pasado de una situación de reemplazo generacional estable, que no generaba especial preocupación, a registrar tasas de fecundidad por debajo de los niveles deseables, junto con una longevidad que nos sitúa entre los países más avanzados del mundo.
Aunque este fenómeno podría considerarse uno de nuestros mayores logros en términos de salud y bienestar, con frecuencia se presenta como un problema. Las advertencias sobre las dificultades que entraña una sociedad envejecida son constantes, y las proyecciones apuntan a retos de mayor magnitud en el futuro. De hecho, el debate público tiende a polarizarse entre la escasez de nacimientos y el aumento de la población adulta, lo que, en nuestra opinión, refleja una visión limitada y reduccionista del fenómeno.
A este debate de profundo calado se ha sumado la consideración social de la vejez en la sociedad occidental. Las personas mayores cuidan de nuestros hijos con el placer de sentirse abuelos. Han sostenido económicamente a muchas familias con sus pensiones, ofrecen cobijo a sus nietos y participan activamente como voluntarios. A pesar de todos estos esfuerzos, estos se encuentran en la encrucijada del propio devenir de la vida, del cambio de roles y de una sociedad que rinde culto y pleitesía a la eterna juventud. Lejos quedan o, quizás, se han obviado tiempos pretéritos en los que el respeto hacia los mayores no se ponía en cuestión y se escuchaban los sabios consejos fruto de la experiencia.
Conocer para comprender
El denominado colectivo de personas mayores no puede entenderse como un grupo homogéneo. Su diversidad, riqueza de trayectorias y pluralidad de experiencias lo alejan de cualquier intento de encasillamiento en categorías como grupo, clase, segmento o generación, aunque estas puedan ser útiles en ciertos análisis. Referir a las personas mayores es hacerlo al campo del reconocimiento, de sus contribuciones y de su capacidad para seguir descubriendo y transformándose. Conocerlas es el primer paso para comprenderlas y, con ello, abandonar actitudes paternalistas que, en muchos casos, se basan en el desconocimiento o en visiones distorsionadas construidas a partir de estereotipos.
Nuestra sociedad suele asociar la vejez con el pasado, el deterioro y la inactividad. Esta visión ambivalente alimenta miedos y estereotipos que limitan nuestra comprensión. Nos encarcela en un pensamiento lleno de ambivalencias y nos imbuye en los miedos que emergen en el campo de lo insospechado. En cambio, cuando nos acercamos a nuestros mayores con empatía, con respeto y con el principio metodológico del extrañamiento para no dar nada por asumido y no caer en estereotipos redundantes, la sorpresa acaba siendo el elemento que nos permite generar conocimiento real.
(Re)conocimiento
Entre las múltiples sorpresas, una de ellas, y paradójicamente en la sociedad actual, es que la vida se torna en el denominador común y recogemos de nuestros mayores valores que parecen olvidados, aunque fundamenten nuestra propia vida como seres socioculturales. La cooperación altruista, la solidaridad, el cuidado entre ellos, como racionalizan el consumo, entre otros, son elementos que nos permiten dejar de ver para empezar a mirar sus realidades y problemáticas específicas y, sobre todo, para acercarnos al campo del (re)conocimiento.
En esta reivindicación de una construcción social de la vejez diferente el trabajo social tiene mucho que aportar. Más allá de generar programas, de tramitar dependencias y de valorar con acierto profesional los diagnósticos psicosociales, esta disciplina se encuentra en situación de ofrecer respuestas y superar concepciones del envejecimiento que lo contemplan desde el campo del entretenimiento.
Así, podrá acercarse a un tipo de envejecimiento que redunde en lo activo, en el conocimiento de las relaciones y prácticas, que genere protagonismo en las personas y que, lógicamente, revierta positivamente en el bienestar de las personas mayores. Y podemos añadir, además, que el trabajo social está llamado a ocupar un lugar central, puesto que aporta un enfoque integral, ético y comprometido con la dignidad humana.
(*) Santiago Prado Conde. Coordina el Grado de Trabajo Social de UNIR. Doctor en Antropología Social y Cultural por la Univ. Autónoma de Barcelona. Licenciado en Antropología Social por la Univ. del País Vasco. Investigador en Antropología, Educación y Desarrollo Comunitario.
- Facultad de Artes y Ciencias Sociales