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El final de la ley de Moore, motor del progreso y base de la economía digital

La ley formulada por Gordon Moore, cofundador de Intel, en 1965 es, sin ninguna duda, la más importante predicción tecnológica y la de mayor impacto económico de los últimos cincuenta años.

Inicialmente entendida como una ley tecnológica, la explicación de Moore acerca de que el número de transistores de un circuito integrado se doblaría aproximadamente cada dos años se constituyó rápidamente en la base de la economía digital y la explicación clave del crecimiento exponencial de las industrias afectadas por la transformación tecnológica de finales del siglo XX y principios del XXI. En muchos sentidos, la ley de Moore está en el centro del progreso general que hemos experimentado en las últimas décadas de manera sostenida.

La idea de Moore es de una belleza simple, intuitiva: al añadir más transistores en un chip (haciéndolos más pequeños), el coste por unidad disminuye. En 1965, el margen de crecimiento del progreso tecnológico que nos iba a permitir hacerlo de forma rápida, fiable y barata era enorme. Y eso hicimos: los chips se convirtieron rápidamente en lo que los economistas denominan tecnologías de interés general. La digitalización (mejora de procesos) y transformación digital (cambio profundo de industrias y modelos de negocio) cambió para siempre un mundo analógico y desconectado, una economía basada en aproximaciones y estimaciones, en una realidad en la que enviamos al hombre a la Luna, secuenciamos el genoma humano, establecimos una red de comunicaciones global, curamos enfermedades hasta entonces incurables y aumentamos la esperanza de vida de los países desarrollados en más de una década. Para que nos hagamos una idea de la magnitud del cambio, observemos las industrias que lo han sufrido de forma más superficial y comparemos: si un coche utilitario de 1970 hubiese tenido un desarrollo equivalente al provocado por la ley de Moore, hoy este coche nos permitiría viajar a más de 500.000km/h y recorrer más de 800.000 km con un litro de gasolina. No es el caso (de momento), claro, y ello da para otra reflexión sobre la desigual transformación digital de industrias y el futuro de las que han quedado atrás, como la de la automoción.

Pero 1965 no es 2021, y la ley de Moore ha envejecido. Muy bien, eso es innegable, pero envejecido, al fin y al cabo. A medida que hemos disminuido el tamaño de los transistores (50 billones en los chips más potentes actualmente), el reto de seguir haciéndolo ha aumentado proporcionalmente, en tiempo y dinero. Los desafíos son diversos:

  • En primer lugar, los costes de fabricación de chips (equipamiento y procesos) aumentan, en promedio, un 13% anual. Una fábrica especializada en producirlos supone una inversión de alrededor de 14.000 millones de euros. No es casualidad que el número de fabricantes dedicados haya pasado de 25 en 2002 a sólo tres en la actualidad. Menos competencia significa menos producción, menor capacidad y costes de suministro más elevados. ¿Alguno de ustedes ha querido comprar una Playstation 5 o encargado un coche Tesla en los últimos seis meses? Si es así, y ya lo tiene en su poder, considérese afortunado: la escasez de chips, producto de una tormenta perfecta amplificada por la pandemia, en un contexto en el que más y más objetos los incorporan, es uno de los principales frenos de la economía a nivel mundial. Y no hay previsiones de mejora para, como mínimo, los próximos seis meses.
  • Por otra parte, existe un límite físico a la reducción del tamaño de un transistor. La clave de su funcionamiento radica en el denominado efecto túnel cuántico en la circulación de electrones. Dicho efecto se dificulta enormemente a partir de tamaños de determinados componentes del transistor inferiores a 5nm (literalmente, los electrones no pueden circular correctamente). Y ¿en qué punto nos encontramos actualmente? Bien, el chip del nuevo iPhone 12 tiene ya este tamaño.
  • Finalmente, la tendencia generalizada es fabricar chips especializados en determinadas aplicaciones, como por ejemplo inteligencia artificial. Estos chips optimizan las prestaciones en determinados campos, pero son mucho menos versátiles que los tradicionales y, por lo tanto, menos adaptados a la computación general que utilizamos en multitud de aplicaciones diarias.

En definitiva, la querida y entrañable ley de Moore, pilar de nuestro progreso en las últimas décadas, afronta las últimas curvas de una carrera frenética. No es la primera vez que la han dado por muerta (equivocadamente), ni seguramente será la última. Aún hay, por supuesto, cierto margen de recorrido. No desesperamos, por otra parte: mientras leemos esto, los avances en computación cuántica dejan ya entrever un cambio total de paradigma a todos los niveles. Pero para ello todavía falta una década. El reto de la industria de la computación en los próximos años, y por ende del resto de la economía, es apasionante y mayúsculo.

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