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Jocelyn Bell: descubrió los púlsares, pero le arrebataron el Nobel

El galardón en Física en 1974, que por primera vez reconocía a la Astronomía, se otorgó a su director de tesis. "Cuando entraba en el aula, los hombres golpeaban con los puños", recuerda en conversación con Jorge A. Vázquez Parra, director del Máster de Astrofísica de UNIR.

La mañana del 15 de octubre de 1974, la doctora Jocelyn Bell Burnell se encontraba trabajando en la Universidad de Londres, preparándose para empezar a recibir los datos del nuevo observatorio de rayos X, que se lanzaba esa misma mañana desde Kenia. Lo cuenta en una entrevista que concedió a UNIR, en exclusiva para los alumnos de la asignatura Comunicación Social, que se imparte en el Máster en Astrofísica y Técnicas de Observación en Astronomía.

“Un compañero entró al despacho: -¿Habéis escuchado las noticias?”. Jocelyn, como le gusta que la llamen, le contestó: “¿Hemos perdido el satélite? -No, es el anuncio del Nobel”. Su director de tesis, Anthony Hewish había recibido el premio más prestigioso por el descubrimiento de los púlsares. Hoy sabemos que estos objetos son los restos de una explosión de supernova en forma de una estrella de neutrones en rotación muy rápida.

Jocelyn Bell UNIR
Jocelyn Bell (Royal Society of Edinburgh).

A pesar de que los había descubierto ella, no recibió ningún reconocimiento. El Nobel de física de 1974 se dividió, a partes iguales, entre Hewish y Martin Ryle, a este último por el desarrollo de la síntesis de apertura, técnica básica en radio astronomía. Al no recibir el Nobel, la científica norirlandesa quedó, desde ese preciso instante, marcada en la historia de la ciencia como una nueva víctima del efecto Matilda, que se produce cuando los méritos de la mujer son atribuidos directamente a sus compañeros o superiores varones.

La reacción de Jocelyn a la noticia no pudo ser más humilde: “Me sentí muy orgullosa de que los astros que descubrí se merecieran el Nobel. Era consciente del precedente que se sentaba. La astronomía no había obtenido antes el Nobel de Física.

Sus padres la apoyaron desde la niñez, inculcándole el amor por la ciencia y preocupándose de que recibiera la formación en ciencias, en una época en la que las niñas aprendían cocina y costura en el colegio: “En ese momento se sobreentendía que las chicas se convertirían en esposas y madres y permanecerían en casa”. Cuando superaba a sus compañeros varones, quedando la primera de la clase en física, su profesor no la felicitaba nunca: “Sí que lo recuerdo diciéndoles a los chicos que no debían permitir que una chica les ganara y que tenían que esforzarse más”.

La única mujer en su curso

Se sintió atraída por la radioastronomía y accedió al Grado en Física de la Universidad de Glasgow, siendo la única mujer de su curso: “Cada vez que entraba en el aula, todos los hombres se ponían a golpear la mesa con los puños. Lo peor que podías hacer era ruborizarte. Los profesores tampoco estaban acostumbrados a tener mujeres en clase”.

“Terminé mi Grado en Física en 1967 y seguía interesada en la radioastronomía”. Pero su condición de mujer seguía jugando en su contra después de la universidad: “Solicité entrar en Jodrell Bank, el mayor radio observatorio en Reino Unido, pero no me contestaron. Me habían advertido de que no admitían mujeres”. Mientras esperaba a que llegara el momento de aplicar a su segunda opción, que era emigrar a Australia para continuar allí su carrera investigadora, “envié la solicitud a Cambridge, por si acaso. Y me admitieron, lo que me sorprendió mucho”.

Síndrome del impostor

Una vez en Cambridge, comenzó a sentir lo que ahora identifica como el ‘síndrome del impostor’, esa sensación de no tener derecho a estar en un determinado puesto o lugar por no tener la capacidad para ello. “Sentía que había cometido un error, que no era lo bastante buena para Cambridge. Descubrirían su error y me expulsarían”.

No llegó a ocurrir. “Donde trabajo ahora, en Oxford, buscamos, al principio del curso, a chicas y estudiantes jóvenes asustadas para ayudarlas, porque crean que se han equivocado también con ellas”.

Bell UNIR

Recuerda con alegría los tiempos en los que contribuyó a construir el enorme radiotelescopio de su tesis con sus propias manos. “Después de dos años, estuvo preparado y me hicieron responsable de hacerlo funcionar y de utilizarlo”.

El descubrimiento de los púlsares

Las señales del cielo se registraban en largos rollos de papel continuo. Hasta cinco kilómetros acumuló Jocelyn entre todas sus observaciones en aquella época. Además de detectar señales de radio de nuevos cuásares (un tipo de cuerpo celeste muy enigmático por entonces), encontró otra cosa completamente nueva: “No parecía un cuásar ni una interferencia, pero venía siempre de la misma parte del cielo, de la misma constelación”.

Antes de comunicar nada a sus superiores, se aseguró de que la emisión era astronómica y no terrestre, descartando todas las interferencias posibles, lo que no impidió que le ordenaran repetir el trabajo una y otra vez. Hasta que logró detectar más señales de las mismas características.

Cuando se emociona explicando los detalles de su descubrimiento se le nota más el acento de Belfast: “¡Oh! ¿Qué es eso? Es uno nuevo. Vale, solo queda un metro más de papel. Y 30 cm. más tarde… ¿Otro más?”. Finalmente, encontró cuatro de estos objetos, los púlsares, y Anthony Hewish comunicó el descubrimiento a la Universidad, que se plasmó en un artículo en Nature, publicado en 1968, en el que Jocelyn apareció como coautora.

Dificultades para especializarse

Después de obtener su doctorado, la conciliación familiar le impidió también centrarse en una sola área de conocimiento y no pudo especializarse. “Mi marido trabajaba en la administración pública local, de modo que la forma de ascender era mudarse a otra zona” y pasó muchos años cambiando de trabajo. Sus publicaciones científicas abarcan la radioastronomía milimétrica, los infrarrojos, los rayos gamma… “Ese es el motivo: ¡un marido!”.

La vida de Jocelyn ha girado en torno a su vocación por la física y la astronomía, una vida que aparece como un continuo de obstáculos contra su firme determinación por dedicarse a la ciencia. Jocelyn, con setenta y ocho años, hace balance y se siente afortunada por haber aprendido astronomía en tantos ámbitos diferentes. Pero, qué duda cabe, de haber tenido las mismas oportunidades que un hombre, habría llegado más lejos. “Siempre estaba como asistente o al servicio de otros”.

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