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Las relaciones humanas activan los genes

Federico II (1194-1250), emperador del Sacro Imperio Romano y rey de Sicilia,  mandó a algunas nodrizas educar a unos niños sin permitirles que hablasen con ellos, con el fin de saber qué idioma hablarían. Como resultado de este «experimento», que impidió una relación afectiva normal, los niños murieron.

Antiguamente se decía que los genes se transmiten inalterables de generación en generación. Sin embargo está demostrado que los genes no están bajo llave. ¿Quién se atrevería a cuestionar la importancia de los buenos alimentos y muy especialmente el de la leche materna para el buen desarrollo del recién nacido? Pues bien, de no menor importancia son las buenas relaciones sociales para el niño. Por naturaleza el ser humano desde su nacimiento está orientado hacia las buenas relaciones parentales y sociales. Para el buen desarrollo del niño tanto la leche materna como su buena atención relacional son absolutamente necesarias. El buen desarrollo del niño depende eminentemente de las buenas relaciones humanas.

El recién nacido después del parto no tiene todavía activado el sistema antiestrés. Esto lo pudo demostrar el neurobiólogo canadiense Michael Meaney de la Universidad McGill de Montreal. Pero obviamente es importante que el recién nacido pueda hacer algo contra situaciones de estrés. A través de la atención empática y la dedicación cariñosa de la madre y del padre así como de los abuelos y otras personas, se activan los genes contra el estrés en el recién nacido. Dicho de otro modo, con el parto, la naturaleza dota al recién nacido de unas barreras que bloquean los genes contra el estrés. ¿Cómo se desarticulan estas barreras? La contestación es sorprendente: la atención vinculante y cariñosa hace que desaparezcan esas barreras.

Podemos afirmar por lo tanto que el trato cercano y cariñoso de los recién nacidos influye decisivamente para que el niño goce de una estabilidad saludable y se pueda defender en la vida ante situaciones difíciles. En caso contrario estará propenso a depresiones y otras muchas enfermedades. Vemos por lo tanto que ya desde muy pequeños dependemos de modo eminente de las relaciones sociales.

Antiguamente se pensaba que el buen desarrollo de un niño dependía de si poseía buenos o malos genes, pero no es así ya que depende sobre todo de cómo son activados o desactivados. Esto se conoce bajo el nombre de regulación genética. De este modo podremos entender más fácilmente que lo importante no es tanto el texto de los genes sino su actuación dependiendo para ello de cómo influye el medio ambiente para que los genes actúen de un modo o de otro. Los aproximadamente 23.000 genes de nuestro cuerpo podemos entenderlos quizás de un modo más gráfico como las teclas de un piano que han de ser tocadas convenientemente para emitir la nota apropiada y, lo genial es cuando, gracias a su buena interacción entre el ambiente y el genoma, permite interpretar las mejores melodías.

El bebé en los primeros meses de su vida no se da cuenta de ser un Yo, un individuo independiente. Sin embargo, para poder percibirse como tal, necesita vivir en un entorno en el que pueda experimentar relaciones humanas consistentes. Pero a partir de los dos años necesita además un lugar para ensayarse y ejercitarse; necesita los requisitos para poder jugar y es precisamente aquí, en el juego, donde encontrará un sinfín de posibilidades para aprender a actuar en sociedad. Aquellas personas que enseñan al niño a jugar son insustituibles porque el niño necesita para su buen desarrollo verdaderos tutores de carne y hueso. Los tutores que actúan tan solo a través de una pantalla de televisión o de una pantalla de internet tienen la gran desventaja de que no pueden interactuar individualmente con el niño.

Las personas que enseñan al niño a jugar son insustituibles porque el niño necesita para su buen desarrollo verdaderos tutores de carne y hueso

Para su buen desarrollo los niños requieren durante los 24 primeros meses relaciones diádicas. La resonancia ha de ser de uno con uno; los bebés necesitan una comunicación personal, es decir, diádica. El “yo” y el “otro” se iluminan recíprocamente y solo pueden entenderse en su interconexión. Y es aquí, en esta interdependencia, donde las “neuronas espejo”[1] juegan un papel primordial. Podemos afirmar que el desarrollo del sentido del yo, es decir, su autorreconocimiento, se verá más favorecido cuando actúe en un contexto social rico, aprendiendo para ello el mejor dominio de las relaciones sociales. Esto nos lleva a la conclusión de que las neuronas espejo son importantes para el desarrollo del «otro» pero también para el desarrollo del «yo», como las dos caras de una moneda. En caso de separarlos terminaríamos no con una moneda, sino con un trozo de metal sin valor.

De lo dicho podemos deducir que las estimulaciones armónicas de las neuronas espejo durante los primeros años de vida son vitales para el buen desarrollo y bienestar espiritual y corporal del niño. En caso contrario, el niño reaccionaría con actitudes de rechazo, congoja y miedo. Esto puede comprobarse mirando a un bebé con cara de palo, inmóvil, esclerotizada (lo que en inglés se denomina still face procedure), sin afecto y simpatía, incluso ante sus gestos afectivos. A la larga, este modo de actuar puede conducir a situaciones de estrés graves en los pequeños. Esto se conoce como «mobbing en la cuna», y tiene un lejano antecedente: el emperador del Sacro Imperio Romano y rey de Sicilia Federico II (1194-1250) mandó a algunas nodrizas educar a unos niños sin permitirles que hablasen con ellos, con el fin de saber qué idioma hablarían. Como resultado de este «experimento», que impidió una relación afectiva normal, los niños murieron.

Federico II (1194-1250) mandó a algunas nodrizas educar a unos niños sin permitirles que hablasen con ellos, con el fin de saber qué idioma hablarían. Como resultado de este «experimento», que impidió una relación afectiva normal, los niños murieron

 

 

[1] Vid. Alfred Sonnenfeld, Educar para madurar. Las cinco claves neurobiológicas para que tu hijo sea feliz (Madrid 2016) pp. 77-109.

  • Sociedad y Espíritu

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